Prisionero – Esp. de navidad

23 de diciembre del 2021.

“All i want for christmas is you” cantaba un emocionado Hendrik Stone, con luces navideñas chispeando alrededor de su cuello y una serie de esferas doradas a sus pies. Elegía las figuritas de madera que colgaría en las ramas de su árbol navideño, un muy tradicional y poco cuestionable manzano. Nadie dijo que la vida en Grand Anse no tendría sus dificultades, pero él era bueno adaptándose a las situaciones, exmilitar y todo eso. Si pudo estar bajo tierra con una puñalada en el abdomen, perfectamente podía decorar un manzano como árbol de navidad.

De la cocina salía un aroma almibarado y cálido, la mezcla de esencias que junto a los dedos de Alois se convertían en poco reconocibles galletas de jengibre. El plan era, en teoría, visitar esa misma tarde la fiesta del vecindario y desear una increíble navidad. Por supuesto, Hendrik no hacía las cosas a medias. Con el paso de los años, se había tomado bastante en serio las tradiciones del lugar, prueba de ello eran los tres trofeos que exhibía orgullosamente en su salón, cada uno correspondiendo a mejor postre navideño, mejor disfraz de santa y mejor casa adornada. Este año iba por la medalla de espíritu navideño sobresaliente, un reconocimiento al vecino que más ayudase durante todo ese mes y que se mediría por la cantidad de estampillas que recibiera por parte de los locatarios.

Escuchó unos golpes en la puerta y, sin descolgarse las luces del cuello con su torso descubierto y el cabello tomado en una coleta baja, trotó la corta distancia hasta la entrada de su casa. Su semblante sonriente cambió por completo al ver de quién se trataba.

Se cruzó de brazos con el cuerpo rígido y la mandíbula en alto, tal como lo había hecho tantas veces antes en el underground cuando reconocía la fiereza de un contrincante.

—Hola, Hendrik —lo saludó una voz chillona que Hendrik había aprendido a odiar.

—Hola… Nancy —la saludó, mordiéndose la lengua para evitar las palabras perra, cabrona, hija de puta, malparida, mala persona, mujer horrible, bruja, demonio, y otras tantas que un experto en léxico como él podía enunciar sin problema.

Aquella mujer de rizos bien formados, con sus aros de perlas y apretada argolla marital, de vestido con lunares y bien planchado, era de todos los oponentes que Hendrik había tenido, la más imbatible.

La mujer llegó a Grand Anse con su esposo dos años atrás y, tal como ellos, provenían de Inglaterra. En un principio, la relación fue amistosa, tanto como podía pedírsele a un exconvicto y militar, pero todo cambió cuando tuvo la osadía de arrebatarle a Hendrik la placa de vecino honorario.

Quizá Hendrik pudo haberle perdonado ese desliz. Después de todo, ya era un hombre nuevo, deconstruido y un ejemplar a la sociedad. No obstante, desde ese entonces las competencias solo aumentaron y la mujer se convirtió en su enemiga declarada.

—Como hoy es la fiesta del vecindario, hice muchos pasteles y pensé en venir a dejarles algunos. —Intentó mirar por detrás de Hendrik, al interior de la casa—. ¿Está Alois? Podría aprovechar para saludarlo.

—No está —aseguró, tapándole la visión al levantar el brazo y afianzar los dedos en el marco de la puerta.

—¿Hendrik? —se escuchó en la cercanía, una traidora y dulce voz—. ¿Quién tocó la puerta?

Nancy lo miró con una ceja alzada y media sonrisa.

—¿Decías?

Hendrik rodó los ojos, resoplando y bajando el brazo en lo que podía decirse una batalla perdida. De todas las traiciones que había experimentado alguna vez, esa era la peor.

—Sí está, pero está ocupado.

—Solo tomará tres minutos.

Hendrik entrecerró los ojos, sin moverse de la entrada.

—No lo hará.

—¿Qué cosa?

—No te dará la estampilla —aseguró sin estar seguro, porque Alois era imposible de predecir. Aquella pegatina de glitter con un santa regordete sosteniendo un trofeo era lo único que no había podido sacarle a su chico, sin importar cuánto lo intentara.

Por supuesto, los instintos de víbora de Nancy no podían subestimarse y tal como él, seguramente estaba buscando recolectar las últimas estampillas habidas entre los vecinos.

La contraria ensanchó su sonrisa y, empujando su cuerpo por el lado de Hendrik, entró forzosamente a la casa de este.

—Eso lo veremos… ¡Alois! —saludó Nancy al llegar a la cocina, con una ejemplar sonrisa y levantando la bandeja de pasteles para que estos fueran apreciados por Alois—. Le decía a Hendrik que me sobraron algunos pastelillos y pensé en ti.

Hendrik llegó tras ella, pisándole los talones con una expresión de irritación que era imposible de ocultar. Se descolgó del cuello las luces navideñas y, tras dejarlas sobre la mesa central de la cocina, tomó atención al chico que ahí se encontraba. 

A su chico; un Alois de cabello corto y ropas holgadas, de rostro saludable que en sus manos ya no cargaba heridas de pellizcos o cortes. Era un Alois que Hendrik había cuidado día y noche, cuando quería y cuando no, cuando le sonreía, lloraba o peleaban. Un Alois que olía a sol, a libertad y a todas las cosas que Hendrik amaba.

—Y yo le decía a Nancy que estamos demasiado ocupados para recibir visitas.

Alois pestañeó un par de veces, alternando la mirada entre ella y Hendrik con un atisbo de sospecha. Era un chico listo, y Hendrik lo amaba.

—Eso es muy amable de tu parte. Yo… —Miró el desastre de harina, azúcar y huevos que era su cocina en ese momento—. No tengo nada listo aún.

—No te preocupes, no vine esperando comida. Estoy llena de ella. Albert realmente espera una gran cena… —Dejó la bandeja y miró a su alrededor en busca de algo que Hendrik sabía perfectamente qué era.

—Pierdes tu tiempo, bruja —murmuró pasando por su lado en busca de un vaso de agua. Considerando la expansión de su criterio cultural y lo que había visto en el mago de oz, bien podía lanzárselo y esperar a que se derritiera.

Alois se aclaró la garganta y recibió los pasteles con una advertible incomodidad.

—Uhm, creo que sé de qué va esto —murmuró, llevando la bandeja de pasteles hasta la nevera. Se rascó la nuca y con las mejillas siendo pintadas en rojo, le dio una mirada de culpabilidad a Hendrik—. En realidad…

—No —lo detuvo Hendrik, su índice en alto y los ojos abiertos de par en par—. No te atrevas.

Nancy chasqueó con la lengua contra el paladar en una sonora protesta. La insatisfacción que las palabras de Alois le provocaron no pasó desapercibida para ellos.

—¡Necesitaba ayuda con las bolsas! —se excusó con risa en la voz y una disculpa en los ojos.

Alois había dado la estampilla.  A alguien más, no a él. Ahora Hendrik entendía la frase de dormir con el enemigo.

—Supongo que Hendrik tenía razón. Están ocupados y no quiero abusar de su hospitalidad. —Apuntó con su pulgar por encima del hombro hacia la entrada—. No se molesten, sé dónde queda la salida.

—Pff —resopló Hendrik, cubriendo su boca y tosiendo la palabra “perra” de manera disimulada.

Alois se dio cuenta.

—Gracias por los pasteles, Nancy. Nos veremos en la fiesta de la tarde —se despidió, insistiendo en acompañarla a la puerta y haciéndole un gesto de advertencia a Hendrik.

El antiguo, y por lo visto ya nada respetado emperador, maldijo entre dientes. En un intento por olvidar la traición de su chico, salió de la cocina al jardín donde una caja con decoración navideña de exterior esperaba por él. 

¿Quién necesitaba de Alois? Podía conseguir estampillas por su cuenta. Era un hombre fuerte e independiente.

—Hey, viejo —lo saludó al pasar cierta niña que en su momento había sido exploradora y que ahora comenzaba el maravilloso proceso de la preadolescencia. Le hizo un signo de amor y paz con los dedos y Hendrik correspondió con su pulgar y meñique en alto.

—Hey, pequeña perra —respondió, comenzando a decorar la valla que delimitaba su jardín con la enredadera de pino artificial.

Se agachó sobre sus talones y escuchó unos familiares pasos sobre el césped a su espalda. Su ceño se frunció de manera automática al imaginar de quién se trataba. Un par de suaves manos le cruzaron por encima de los hombros y se entrelazaron por delante con una seguridad que pasaba por alto la molestia de Hendrik.

—¿Qué haces? —murmuró Alois sobre la oreja de Hendrik.

—Me rindo al capitalismo.

—Y lo haces excelente.

Tomó un santa de felpa de la caja de adornos y lo usó para golpear a Alois en la mejilla.

—No me hables, estoy enojado. —Intentó alejarse sin mucho éxito. 

—¿Mucho?

—Muchísimo.

—¿Hablamos de eso?

—No aún. —Sacudió la cabeza. 

—Pero, Hendrik…

—No seas tóxico, dame mi espacio.

—Dios, eres imposible. —Alois se apartó y Hendrik escondió una sonrisa—. Ven conmigo, bebé. Vamos. 

—No quiero.

—¿Estás seguro?

—Muy seguro.

Alois se encogió de hombros, decidiendo respetar el “espacio personal” que Hendrik había conocido en un informativo medio social.

—Bien… Cuando quieras hablar, estaré en la cocina. —Le dio una palmadita doble en el hombro y comenzó a devolverse.

—Alois —lo llamó, volteando la mitad del cuerpo y haciendo que su chico se detuviera.

—¿Sí? —Alois se giró hacia él. 

—Amor. —La expresión de confusión de su esposo le divirtió—. Me dijiste bebé, me faltaba responder.

—Eres un idiota. —Rebuscó en su bolsillo con una media sonrisa y acortó la distancia hasta Hendrik, inclinándose hacia abajo para quedar cerca de él. Sacó finalmente la anhelada estampilla y, tras darle un lametón, la pegó en su frente—. Ten.

Y antes que Hendrik pudiera responder, Alois cerró la discusión con un beso corto y le acomodó un rizo tras la oreja.

—No pienses que es gratis. —Otro beso y se apartó—. Te espero en la ducha.

Hendrik se quedó en silencio, observándolo marchar con el calor de sus besos en los labios y el entrecejo fruncido mientras la estampilla permanecía en su frente.

—Aah —suspiró—. Mierda, cómo lo amo.

Se colocó de pie y dejó caer el santa de felpa de regreso a su caja, siguiendo los pasos de Alois y reconociendo sin problemas que, una vez más y como había ocurrido desde el primer momento en que se conocieron, él era el perdedor en esa relación. 

…..

24 de diciembre del 2021

Eran las ocho de la madrugada y el sol entraba por el velo corrido de la ventana. Alois se removió con pereza, estirando el cuerpo y parpadeando varias veces para empujar lejos el sueño. Utilizó las palmas de sus manos contra el colchón y se sentó sobre la cama, mirando de un lado a otro y bostezando abiertamente en la ausencia de cualquier testigo.

Era la mañana de su cumpleaños y con seguridad, tal como había ocurrido los años anteriores, Hendrik debía estar preparando algo para él. Desde aquella vez en North Collan, en esa celda fría y que se llevaba de Alois los mayores tormentos, su esposo nunca había dejado pasar aquel día sin hacerlo el más especial del año. Admitía que la expectativa era algo a lo que no podía renunciar. Los sentimientos que nacían en su pecho al saber que Hendrik se consagraba desde su corazón a él, que pasaba horas y días planeando de qué forma pintar su vida y sacarle una sonrisa, era algo que Alois esperaba durara más que un para siempre.

Su emperador amateur de la vida, amante de aquella simpleza que la mayoría pasaba por alto y daba por garantizada; de un día soleado, una planta que florecía o una tostada con buen sabor. Era un enamorado desvergonzado e insolente que no seguía las pautas de lo correcto, que desbordaba a Alois con besos, caricias y susurros dulces, como si estuviera contra reloj y el resto de los años que les quedaban no alcanzaran para todo lo que debía darle. Un Hendrik que se comía la vida como miel a cucharadas y que, tras cada bocado, compartía con Alois lo que había sentido.

Se levantó de la cama, estirando los brazos por encima de su cabeza con su pantalón de dormir cayendo hasta el filo de sus caderas. Abrió la ventana, e intentando arreglar con algo de pereza el desastre que era su cabello a esa hora de la mañana, salió de la habitación en dirección a la cocina.

—¿Hendrik? —preguntó tras cruzar el umbral. Al no encontrarlo, frunció el ceño y buscó en el salón principal, luego en el jardín y finalmente, como última alternativa y ya prácticamente habiéndose rendido a que Hendrik no estaba en la casa, fue al garaje.

“¿Dónde estás?” 

Envió el mensaje de texto, olvidándose de su móvil para ir por un baño temprano. 

En Grand Anse, al vivir del turismo, en navidad los carnavales cercanos a la playa eran ya una costumbre y Hendrik junto a Alois tenían por tradición asistir todos los años, cenar temprano y luego volver a casa para ver una película, y lo que viniera después de eso.

Ya estando a mitad de su ducha, Alois escuchó el motor del poco humilde y para nada necesario deportivo clásico que cierto Zev Malik había mandado a exportar para Hendrik en su casi cumpleaños. Un modelo que sin importar cuántas veces recorriera la isla, siempre sacaba silbidos y volteaba miradas. ¿Mantener un perfil bajo después de llevar a cabo una operación de venganza a los capos de la mafia y al servicio militar de Estados Unidos? Innecesario, aparentemente.

—¿Lou? —escuchó cuando Hendrik abrió la puerta del baño.

—Ya voy saliendo —aseguró, con acondicionador en el cabello y aún bajo la regadera.

—Vale. Cuando termines ven al salón. —Hendrik cerró la puerta solo para volver a abrirla tres segundos después—. Con ropa.

Alois no pudo aguantar una fugaz carcajada ante la insinuación. 

Tras la ducha, obedeció las palabras de Hendrik y se vistió adecuadamente. Secó su cabello con una toalla pequeña, y sintiendo demasiada hambre, pensó en desviarse a la cocina y tomar de la nevera alguna pieza de fruta, pero se detuvo en el pasillo y negó. Probablemente, Hendrik había comprado ya el desayuno.

—¿Dónde anda-…? —preguntó a las puertas del salón, deteniendo la oración al ver una silueta femenina que realmente no esperaba. 

Quedó de pie con los labios entreabiertos, sus enormes ojos azules consumidos por la confusión y cientos de emociones. Miró a Hendrik, a su estratega esposo que enseñaba una sonrisa cautelosa, y luego regresó la vista a la mujer.

—¿Feliz navidad? —titubeó ella con una emoción desbordada que le hizo temblar la voz.

—¡¿Mamá?! —exclamó Alois en respuesta, cortando los pasos hacia ella y lanzándose a sus brazos estirados con tanta fuerza que la hizo retroceder—. ¡Oh, mierda! ¡¿Cómo?! ¡¿Cuándo?!

—Lo veníamos planeando desde hace unos meses. —Hendrik repasó la punta de su nariz con dos de sus dedos, inquieto de manera advertible y viéndose más nervioso que el propio Alois o su madre. 

Alois negó, sintiendo sus pestañas húmedas mientras se aferraba a su madre y modulando un silencioso “te amo” que solo hizo crecer la sonrisa de Hendrik.

El castaño reparó en el aspecto de su madre; Lily parecía no haber cambiado nada. Seguía llevando una sonrisa brillante y cálida, unos ojos honestos y cargados de bondad. Seguía siendo la persona que Alois más admiraba y que siempre necesitaría en su vida.

—Dios, no lo puedo creer —rió Alois tras separarse de su mamá para limpiar las lágrimas en los ojos de ella—. Realmente pudiste venir, pensé que jamás lo harías.

Porque no era seguro. Aún si ya nadie pisaba sus sombras, la posibilidad de ser el objeto de la venganza de alguien siempre existiría, porque esa era su corona y Alois estaba más que dispuesto a pagar por ella.

—Hendrik hizo prácticamente todo —confesó ella con los imborrables años delineando las expresiones de su rostro—. Me sentí como en una película de espías.

—¿Estarás por varios días?

—Sí, tres semanas.

—¿De verdad? Dios, no esperaba que…

—Ya te lo dije —lo interrumpió—, Hendrik se encargó de todo. Incluso hizo coincidir el viaje con mis vacaciones. Se supone que estoy en Miami con mis amigas.

—¿Cómo…? —Volteó hacia Hendrik.

—No fue nada —desestimó el nombrado, repasando su nuca con la mano y desviando la mirada a las bolsas de comida en un intento por apartar la atención de él—. Iré a preparar el desayuno de mientras. Imagino que tienen mucho de qué hablar y, bueno, yo… Ya saben. —Señaló en dirección a la cocina y tomó las bolsas sin esperar respuesta de ellos, pasando por alto la mirada que Alois y su madre compartieron. 

Ella le guiñó un ojo a Alois, susurrando sobre su oreja que aprovecharía de enviarle un mensaje a Ian para avisarle que llegó bien a la isla, y que él podía ayudar a Hendrik con las bolsas mientras tanto. Agradeció la complicidad de su madre, y siguiendo los pasos de su dueño, llegó junto a él a la cocina. Tiró del borde de su remera y pegó la frente a su espalda mientras Hendrik comenzaba a guardar en las gavetas todo lo que había comprado.

—Ve con tu mamá, zorro insolente.

—Mhm. Ya voy, solo dame tres segundos. —No fue necesario verlo para saber que Hendrik sonreía—. ¿Sabes? Nunca esperé esto.

—¿Qué cosa?

—La vida que tenemos.

—Ujum —protestó, volteando y tomando la cintura a Alois en sus manos, atenazando sus dedos  por encima de su espalda baja—. ¿Y entonces?

—¿Entonces qué?

—¿Eres feliz? —Pegó su frente a la de Alois—. Dime, corderito, ¿logré hacerte feliz?

Alois asintió, cerrando los ojos al sentir el beso que Hendrik empujaba sobre el costado de su labio inferior. Se escondió en su cuello y respiró el aroma amaderado y robusto de su piel.

—Cada día, a cada segundo y con cada te amo, Hendrik.

Hendrik estrechó el abrazo, dejando que Alois se refugiara en él durante el tiempo necesario, repasando con caricias el nacimiento de su espalda.

—Entonces, yo también soy feliz.

…..

La playa de Grand Anse estaba llena de transeúntes, turistas y locatarios que, al igual que ellos, disfrutaban de los parajes navideños que la isla tenía para ofrecer. Su madre caminaba por delante con una cámara en mano, fotografiando todo y luciendo un sombrero floreado que Hendrik había insistido en comprar cuando ella mencionó lo bonito que le parecía.

Alois caminaba junto al dueño de su tatuaje, quién le sostenía la mano mientras masticaba goma de mascar con total indiferencia a quienes lo rodeaban y destinaban más de una o dos miradas a su trabajado torso desnudo. Alois lo miró de reojo, apreciando como un tonto enamorado la forma en que el cabello suelto le cepillaba los hombros y las trenzas que él le había amarrado durante la tarde resaltaban por encima de sus rizos.

—Hendrik.

—¿Hm?

—Me gustas mucho.

Hendrik lo miró de soslayo con una media luna cavándole un hoyuelo en la mejilla. Se llevó el dorso de la mano de Alois a los labios y depositó un beso en él, y Alois no pudo ocultar su sonrojo. Para su desgracia y la de Hendrik, tampoco pudo ocultar la incomodidad que le provocó un par de comentarios a su espalda. Fueron balbuceos homofóbicos que hicieron a su emperador tensar los hombros y enderezar el cuerpo. El más bajo tiró de su mano, indicándole con la mirada que no lo hiciera.

—No vale la pena —le aseguró en un susurro, recibiendo por respuesta la negación de Hendrik.

—Si se meten contigo, lo vale todo.

Soltó la mano de Alois y volteó el cuerpo, usando una de sus manos para empujar hacia atrás el cabello que le caía por el rostro. Repasó con la mirada al trío de turistas ebrios que habían insultado a ambos por igual.

—Adelante —ofreció, indicándoles con la mano que tenían la posibilidad de insultarlo a la cara—. Vamos, hijos de puta. ¿Qué decían de mi hombre? Los escucho.

Los turistas se miraron entre sí, bufándose entre ellos con risas ahogadas en saliva. 

La mamá de Alois tomó a Hendrik de la muñeca para preguntarle qué ocurría y él, en pocas palabras, le indicó los insultos que había recibido. No tardaron en llamar la atención de otras personas, y Alois volvió a llamar a Hendrik, insistiendo con un repentino pánico que no era necesario pelear por una estupidez y que mejor fueran a casa. Para su suerte, tuvo el apoyo de Lily, quien con palabras duras pero amables le recordó a Hendrik que no debía exponer a Alois, o exponerse él, de manera innecesaria y mucho menos por basura como esa.

Hendrik bufó, susurrando un “jódanse” cuando Lily envolvió su brazo en torno a él y comenzó a tirar de ellos en otra dirección.

—Lo siento, Lily —se disculpó minutos después, cuando la adrenalina y molestia del momento parecía haberse disminuido.

—No te culpo, cariño. Si no estuviéramos en una situación… delicada, yo misma les habría dado con mi bolso.

—Debería haberles botado unos dientes.

—O todos, a ver si con eso dejaban de hablar mierda.

—Dios —murmuró Alois, comenzando a comprender por qué su madre parecía adorar con incomprensible devoción a Hendrik—. Ya pasó, podemos olvidarlos, ¿sí? Aún tenemos que ir a cenar.

—Vale, vale, corderito —murmuró el contrario, con el entrecejo aún fruncido al igual que su madre.

Alois pensó que el tema había acabado. No obstante, entendió que no iba a ser así cuando después de la cena y ya estando de regreso en casa, con su madre durmiendo en la habitación de invitados y las copas del postre vacías sobre la mesa, Hendrik le dijo que iría por cigarrillos y que volvería pronto.

—No hagas nada estúpido —le advirtió cruzado de brazos cruzados y usando un chaleco que le pertenecía al contrario.

—No lo haré.

—La última vez terminaste casi muerto.

Hendrik rodó los ojos, limitándose a besar la mejilla de Alois antes de salir de casa y asegurarle una vez más que volvería en seguida, que mientras tanto encendiera la chimenea para cumplir con la última de sus tradiciones navideñas.

Contrario a su humor e irritado por la testarudez de Hendrik, por ese temple de pólvora que asomaba en los peores momentos, puso una película navideña en el televisor y se sentó a fingir que le prestaba atención. Solo aguantó una hora antes de pausarla y colocarse de pie para ir a tomar un té. Calentó el agua, miró la hora en su teléfono y se permitió estar completamente indignado en la soledad de su cocina. Rebuscó en las alacenas de la cocina por el chocolate y los malvaviscos, dejando todo preparado para el momento en que su idiota esposo volviera a casa.

Ya dejó de ser pronto, ven a casa” envió por mensaje y luego advirtió el registro de llamadas perdidas en su teléfono. Sonrió con facilidad al ver de quién se trataba y no demoró más de dos toquecitos en la pantalla para llamar a cierto ocupado y muy criminal amigo.

—¡Lou! —le respondió un muy emocionado Nevin, su voz delatándolo de manera inmediata.

—¿Estás ebrio?

—Es navidad. ¡Por supuesto que estoy ebrio! ¿Cómo estás? Pensé que no responderías hasta mañana. ¿Cómo llegó tu mamá?

—¡¿Lo sabías? —exclamó entre risas, no sorprendiéndose al confirmar que era el único que no sabía del viaje de su madre a Grand Anse.

—Duh, yo ayudé a Hendrik. ¿Cómo está ese idiota? Por favor, dime que tu madre lo odia. 

—Tu plan falló, lo adora. ¿Estás con Zev?

—No conozco a ningún Zev. Soy un dios griego y estoy en el olimpo. 

Negó para sí mismo, pudiendo adivinar de qué se trataba. La relación entre ellos era algo que Alois mayormente no comprendía, pero que de ninguna manera no se atrevería a juzgar. Desde su salida de la prisión no tenía la intención de hacerlo con nadie. El mundo ya tenía suficiente de eso; parecía estar lleno de críticos de la vida, catadores de la hegemonía humana que subjetivamente calificaban de qué forma estaba bien vivir y de qué forma no. Y alguien como él, que había besado la sangre en las manos de quien más amaba, le bastaba con tener su respiración para sentirse afortunado.

—Nevin, es navidad y mi cumpleaños. Hazme un obsequio, ve y haz las paces con él.

—No cambias, Lulú. 

—¿Eso es bueno?

—Lo mejor. Mañana te llamaré, ¿sí? Ahora estoy demasiado ebrio y hay un portugués queriendo tomar shots de mi abdomen. 

—Vale, vale. Solo cuida dónde dejas que te meta la lengua —lo sermoneó, intentando evitar la risa y con una expresión de desconfianza que esperaba Nevin pudiera percibir a través del tono de su voz.

Se despidió de él un par de veces más, repitiéndole incansablemente que seguía siendo su rubio favorito, aun cuando ya no era rubio. Finalizó diciéndole que hablarían más cuando Nevin pasara la resaca y que le mandaría saludos a su madre de su parte. Quedaron en que programarían unas vacaciones donde pudieran verse próximamente. 

Ya habiendo colgado la llamada, miró el reloj en la pared de la cocina. Era pasada la medianoche, y por lo visto, Hendrik había decidido ir a cosechar el tabaco con sus propias manos. Resopló dejándose caer en el sofá con el antebrazo sobre sus ojos y pensando en que quizá lo mejor sería irse a dormir. La sala era alumbrada por las luces bajas en las paredes, permitiendo que sus ojos descansaran y que todo la estancia estuviese sumida en una bruma de sombras cálidas.

—Idiota —murmuró como un hechizo tras unos largos minutos de angustiante silencio, obteniendo como respuesta el sonido de las llaves en el cerrojo y luego los sigilosos pasos de Hendrik.

Saltó del sofá y con sus pies descalzos, caminó cuan rápido pudo hasta llegar a su dueño. Sus manos se levantaron por instinto y sus dedos se fijaron en las mejillas de Hendrik, utilizando sus ojos como magistrado para juzgar si el contrario había sufrido daño alguno. La conocida sensación de angustia en su pecho lo hizo recordar días pasados y de sus ojos se desprendió aquel dolor que Hendrik le había prometido que no volvería a sufrir.

—Lou, estoy bien —le aseguró Hendrik, colocando sus manos sobre las de Alois y enseñándole, contrario a sus propias palabras, los cardenales que orgullosos sobresalían de sus nudillos.

—Hiciste algo estúpido —sentenció, tomando las manos de Hendrik y fijando la vista en las heridas de su bronceada piel—. Te dije que no era necesario.

Hendrik negó, suspirando y soltándose del agarre de Alois para sacarse la chaqueta.

—Ellos te insultaron, corderito —comenzó, colgando la chaqueta en el perchero al lado de la puerta—. Y yo… No puedo dejar que nadie diga algo malo de ti. Si fuera de mí, pues me aguanto y ya. Pero fue de ti. —Hizo una pausa—. De mi chico.

Alois lo siguió al interior de la casa hasta el salón del comedor, observando en silencio mientras Hendrik se hacía con las tazas preparadas para ellos.

—No lo entiendes, Hendrik. Prefiero un par de palabras estúpidas que verte herido. Esto… —Tomó una de las manos con las que Hendrik sostenía una de las tazas para levantarla frente a su cara—. Esto me lastima mucho más que cualquier idiotez que puedan decir unos desconocidos.

—Solo es un rasguño —insistió—. No estará ahí mañana, pero lo que ellos dijeron… No lo podría olvidar aunque quisiera.

—¿Y si te denuncian a la policía? ¿Si llegan aquí y se descubre que…?

—Hey, hey. Nada de eso, mamón. Confía en mí, ¿sí? —Le apretó un moflete e intentó sacarle una sonrisa, fallando al ver que la expresión severa de Alois no se relajaba—. Vamos, sabes que puedo ser un idiota, pero al menos soy uno precavido.

—No quiero un idiota precavido. Quiero uno que se mantenga lejos de los problemas.

—Pero…

—Prométemelo.

—No quiero. Te jodes, porque si el día de mañana alguien más viene y…

Alois le cubrió la boca.

—Promételo. Es mi cumpleaños, no puedes decir no. —Hendrik abrió la boca y tomando por sorpresa a Alois, procedió a morder la palma de su mano—. ¡Hendrik!

—Lo prometo, lo que quieras. Pero solo por hoy. —Besó la extensión de piel que había mordido y sostuvo a Alois de la nuca con su mano libre, inclinándose hacia él para continuar sobre su boca, siendo recibido por la intimidad de un beso. 

Alois lo dejó hacer con su boca a gusto, robar de él más que bocanadas de aire y dóciles gimoteos, saborear la ternura afiebrada de sus labios y probar por completo su lengua. No supo cuánto tiempo estuvieron así, enfrentándose en un beso eterno que dejaba pasar mordiscos y succiones obscenas, pero cuando Hendrik finalmente se apartó, insistiendo en que debía preparar los chocolates con malvaviscos y continuar la jodida tradición de ellos, Alois tenía ya los labios abusados y afiebrados.

—Siempre juegas sucio —murmuró en protesta y recibiendo el chocolate caliente que Hendrik le ofrecía.

—Aprendí de ti, zorro astuto.

Hendrik tomó asiento en el sofá principal. Palmeó sobre su regazo y Alois se sentó sobre él, permitiendo que le rodeara la cintura con una mano. El rizado besó la hendidura en su labio superior tres veces seguidas, arrancando de Alois una risita susurrante y cantarina. Hendrik simplemente se quedó en silencio, observándolo. Ante eso, Alois se removió sobre sus muslos con nerviosismo y con una vergüenza mordiéndole el centro del vientre, sabiéndose protagonista de la mirada silenciosa de su dueño. 

Se acomodó un mechón, bebió de su taza y tras carraspear, intentó desviar su mirada a la chimenea. No funcionó. Los ojos de Hendrik clavados en él robaban toda su atención. 

Rio por lo bajo, ocultándose bajo la manga de su suéter.

—Hendrik, ¿qué haces? —preguntó finalmente, con mejillas y orejas rojas.

Hendrik se encogió de hombros con esa simpleza que lo caracterizaba.

—Me enamoro de ti.

—¿De nuevo? —acusó para ocultar su inadmisible vergüenza, limpiando con el pulgar los restos de chocolate de la comisura ajena.

—Sí. Me lo haces fácil. —Chocó su taza con la de un sonrojado Alois en un brindis cómplice—. Como en la historia.

—¿Cuál? —inquirió este, demorando un par de segundos en comprender de qué hablaba—. ¿La historia del ángel en el infierno?

Hendrik empujó su nariz sobre la de Alois.

—Sí. ¿Sabes cuántas veces se enamoró de él el demonio? —Alois sacudió su cabeza, relamiéndose y con el pulso galopando en su cuello—. Se enamoró mil veces, una por año.

“Mil veces”, pensó, contemplando lo honesto y simple que se mostraban aquellos ojos verdes frente a él. 

Hendrik hacía del amor algo tan simple, algo que no necesitaba explicación o justificación.

—Vas a decírmelo, ¿verdad? —susurró, dejando la taza a un lado para poder abrazarse al contrario por su cuello—. Cada vez que eso ocurra, cada vez que te enamores de mí.

Ofreció de buena gana su mejilla para el beso que Hendrik se dispuso a darle, sintiéndolo asentir contra su piel.

—En esta vida y en las que sigan, Alois Thompson. 

3 comentarios en “Prisionero – Esp. de navidad”

  1. Awww que hermoso, por fin pudo reunirse con su mamá. Me encantan esos pequeños detalles que te hacen darte cuenta de cuánto amor de verdad siente Hendrik por Alois hasta el punto de que tenga esos gestos amorosos o el decirle lo enamorado que está a pesar del corazón duro que creía que tenía. Gracias por el especial 💙💚

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